“No me he querido ir para ver si algún día
que tú quieras volver me encuentres todavía
Por eso aún estoy en el lugar de siempre
en la misma ciudad y con la misma gente
[…] se me olvidaba que ya habíamos terminado”
Hoy quiero hablaros de aceptar… o más bien de lo que perdemos cuando no lo hacemos. Son muchas las veces que tratamos de aferrarnos a algo o a alguien a pesar de nosotros mismos. Nos resistimos a cambiar, a dejarnos fluir. Nos peleamos con la idea, con la situación, con el ideal, con la expectativa…
Cuantas veces no nos hemos negado a bajar el ritmo aunque nuestro cuerpo y nuestra mente nos pida (incluso a veces nos grite) un descanso. Nos hemos aferrado a un trabajo, a una amistad, a una pareja, a un mal hábito… que ya no sólo no nos aportan nada sino que nos restan, minimizan nuestra fuerza y potencial, nos hacen creer que pertenecemos a esa mediocridad que no nos mata pero tampoco nos deja ver del todo la luz.
No nos vemos capaces de alejarnos de lo que ya conocemos, nos repetimos “no está tan mal”, “es algo seguro”, “más vale malo conocido que bueno por conocer”… y seguimos esperando a que la vida de un giro espontáneo, a que algo que está fuera de nosotros cambie el curso de nuestros días; a que la pareja, el trabajo, la hipoteca, la amistad nos dejen
Y posiblemente lo sabemos, es evidente, necesario, lo queremos, lo necesitamos pasar esa página, acabar un ciclo, luchar por ese sueño… Pero seguimos esperando, «haciendo siempre las mismas cosas y con la misma gente. No nos queremos ir, para ver si algún día…» ¿Qué? ¿Qué es eso que pasará si seguimos atados con 25 cadenas a lo que fue y no está? ¿Qué oportunidades vendrán si no nos desligamos del peso de nuestras mochilas?
Y es que tenemos miedo a lo que desconocemos. El miedo a lo que el cambio provocará en nuestras vidas. Las zonas de confort, ¡esas malditas!
¿Has tenido miedo alguna vez? ¿A qué? Y aunque suena a frase hecha ¿Cuántas cosas has perdido por miedo a perder?
Como dice la canción, las cosas terminan, las relaciones cambian, las personas se acercan y se alejan, nosotros ahora no somos quienes éramos hace dos años, ni seremos las mismas personas en dos más. Las experiencias nos enseñan. Lo que ahora no te gusta mañana puede encantarte. Quien hoy no está cerca puede estar pronto dentro de tu alma.
Y es que a veces no decimos adiós por no tener que pronunciarlo. Agotamos todas las vías posibles sin saber qué estamos haciendo o si queremos hacerlo realmente. Nos conformamos, nos mentimos, nos peleamos con la realidad… Les decimos a los niños y niñas cuando son pequeños que no deben tener miedo a la oscuridad, a los ruidos fuertes, a irse de acampada, a empezar en un nuevo cole… ¿qué nos pasa siendo mayores?
Nos aferramos al recuerdo de lo que fue, a la amistad por lo que significó hace 10 años, a la persona que nos enamoró un día aunque ya no quede ni rastro… Al fin y al cabo, nuestros recuerdos, nuestra vida tal y como la conocemos si es algo que nosotros controlamos. ¿Verdad? Estamos seguros en esa familiaridad.
Dejar ir implica soltar: momentos, personas, lugares, recuerdos… Es saltar (a veces) sin red. Y ¿por qué no? También caer y tener que levantarnos de otra forma distinta. Preguntarnos para que, orientarnos en buscarnos y llevarnos al camino donde queremos estar. A dejar de juzgarnos por no habernos conformado. Dejar de buscar que la vida, el karma, el cosmos, Dios u otra persona nos indiquen el camino. También implica miedo, dudas, pero sobretodo y necesariamente libertad. La oportunidad de ser y estar sin lastre, sin ancla, sin candado ni cuerda.
Con permiso de Juan Gabriel modificaré un poco su canción:
“no se me ha olvidado que ya habíamos terminado”